- Adriana Mascelloni
- 10 jul 2023
- 3 Min. de lectura

Hace varios años atrás, vivíamos en un lugar en donde teníamos una casa en un barrio elegante, un auto nuevo, iba a un buen colegio vestida con un inmaculado uniforme, los aromas de la cocina nos invitaban a comer a diario, teníamos abrigo y calzados, salíamos de vacaciones una vez por año y nos dábamos pequeños lujos. El resto de la familia, los amigos y demás personas cercanas tenían nuestra misma situación. Y aunque el país sufría altibajos económicos, podíamos sortearlos con holgura.
Pero el tiempo fue pasando y nuestro auto ya no era tan nuevo y cada tanto pasaba algunas temporadas parado porque no teníamos plata para arreglarlo. Con suerte tomábamos el autobús o sino caminábamos o usábamos la bicicleta para cumplir con la faena diaria. Nuestra casa también sufría los deterioros propios de la falta de arreglos. La pintura estaba descascarada, el baño solía perder agua y la pileta estaba verde porque no teníamos productos químicos para ponerle. Tuve que cambiar de colegio y ya no era tan lindo como antes, no tenia mis amigas y no era bienvenida porque, según ellos, era de otra categoría. La ciudad comenzó a perder su encanto, había basura en la calle porque no pasaban los recolectores, las manifestaciones de personas enojadas por no poder simplemente comer, cortaban los accesos principales y otros aprovechados, empuñando un arma, se hacían con los bienes y la vida de los demás. Comenzamos a sufrir en carne propia la parábola de la rana hervida.
Mamá por su parte fue perdiendo su salud, ella no entendía como un país en donde fue tan feliz toda su vida y en donde ella quería verme crecer, se había convertido en lo que veía a diario por televisión. No lo resistió y ahí quedo para siempre en su tierra.
Papá y yo con un dolor intenso decidimos dejar todo, y emprendimos nuestro viaje a pie. Fue duro ver que no éramos los únicos, pero a su vez nos sentíamos acompañados. Familias jóvenes con sus pequeños a cuesta, mujeres que peinaban canas ayudaban a sus hijos a ir a cumplir su sueño, hambre, frio, calor, lluvia. Nada nos detenía. Girábamos nuestras cabezas y veíamos rostros grises de preocupación y tristeza. No quedaba ni una sola huella de los que habíamos sido. Demacrados, agotados y con una mueca húmeda similar a una sonrisa logramos cruzar esa invisible línea delgada que divide no solo países, sino también vidas.
El primer objetivo para cumplir era comer a diario. Algo que era normal en mi otra vida, se convirtió en esencial. Así que mis mañas de una antigua joven de clase acomodada, paso a un definitivo olvido. Mis útiles diarios ahora eran, lavandina, detergente, trapos y mopas. Pensar que antes me quejaba cuando mamá me mandaba a limpiar mi cuarto, ahora no tenía opción. Diez horas por día y unas manos rugosas y ásperas tenían una ganancia muy baja. Veía a diario como se abuzaban de mis fuerzas y de mi juventud. No tenía alternativa, era lo que había que hacer.
Algo que tenía en claro es que los limites no son solo terrestres, sino que también los hay mentales. Yo me había propuesto traspasarlos uno a uno, como sabiamente se dice, sin prisa, pero sin pausa. Al poco tiempo, mis manos estaban más sanas. Cada oportunidad que fui viendo, la fui tomando. Por naturaleza soy una busca.
Un buen compañero llego a mi vida. No vino a rescatarme como en los cuentos de hadas. Vino a caminar conmigo a la par, a levantarme y apuntalarme, a reír y llorar conmigo. Hoy somos un frente de batalla, duros y armados hasta los dientes. Dispuestos a todo. Siempre con dos manos listas para trabajar y una mente limpia sin límites.
Me quedo con esta frase "sin prisa, pero sin pausa". Me encantó 💕
Cruzar los limites, seguir adelante, a paso firme y a ritmo propio