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Elena llegó a la casa con una mezcla de incredulidad y desconcierto. La propiedad, heredada de una tía a la que apenas conocía, se alzaba al final de un camino angosto, rodeada de cipreses que parecían inclinarse hacia ella como guardianes silenciosos. Pero lo que realmente llamó su atención fue el jardín. Desde la ventana de la sala, podía verlo extendiéndose como un mosaico de sombras y luz. Era extraño, inquietante. Cada flor, cada sendero, parecía dispuesto con un propósito que escapaba a su comprensión.


La primera noche, Elena soñó con una mujer de cabello largo y ojos tristes que la miraba desde entre los arbustos. Al despertar, sintió un inexplicable impulso de explorar el jardín. Descendió las escaleras, atravesó la casa silenciosa, y salió al aire fresco de la madrugada. Bajo la tenue luz de la luna, el jardín parecía aún más vivo. Los pétalos de las flores se inclinaban hacia ella como si quisieran susurrarle secretos.


Mientras caminaba, percibió algo inusual: en ciertos puntos del jardín, el aire parecía más denso, como si guardara historias atrapadas. Fue entonces cuando notó la primera estatua. Era de un hombre con una expresión de angustia, sus manos extendidas como suplicando ayuda. Al acercarse, sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Una voz susurró, apenas audible: “No mires atrás.”


Elena retrocedió, pero su curiosidad pudo más. En las semanas siguientes, descubrió más estatuas, cada una representando a una persona en un estado de profundo tormento emocional: una mujer abrazando su propio cuerpo como si intentara protegerse de un frío invisible; un anciano con lágrimas petrificadas rodando por sus mejillas. Con cada encuentro, el jardín parecía revelarle más de sí misma.


Una tarde, encontró un libro en la biblioteca de la casa. Era un diario. Las páginas amarillentas describían cómo su tía, una mujer solitaria y reservada, había dedicado su vida a consolar a quienes sufrían. El jardín, según el diario, absorbía los secretos y los dolores de quienes lo visitaban, convirtiendo sus cargas emocionales en figuras de piedra. Pero el precio de esta liberación era alto: el visitante debía enfrentarse a su propio reflejo emocional antes de abandonar el lugar.


Elena decidió probarlo. Esa noche, bajo la luz de un farol, se sentó en el centro del jardín y cerró los ojos. El aire se volvió pesado. Escuchó sus propios pensamientos resonando como ecos en una caverna: los reproches hacia su madre por haberla dejado sola de niña, las palabras que nunca dijo a su expareja, el miedo constante a no ser suficiente.


De repente, sintió una presencia detrás de ella. Al volverse, encontró su propia estatua: una figura de piedra que lloraba en silencio, sosteniendo un espejo en la mano. El reflejo mostraba a una Elena diferente: una mujer de mirada firme, que aceptaba sus errores y se liberaba de ellos.


Comprendió entonces la verdad del jardín. No era un lugar de condena, sino de transformación. Al enfrentarse a sus propios miedos, había logrado romper el ciclo de culpas que la retenían. Al día siguiente, al recorrer el jardín, notó que algunas estatuas habían desaparecido. Otros visitantes, como ella, habían encontrado la fuerza para seguir adelante.


Antes de abandonar la casa, Elena plantó una nueva flor en el jardín, como ofrenda a quienes llegaran después. Partió con el corazón más ligero, sabiendo que el verdadero trabajo no estaba en el jardín, sino en cada paso que diera en su vida.


Moraleja: La confrontación con uno mismo es el único camino hacia la libertad. El viaje más profundo y transformador no es hacia el exterior, sino hacia el interior, donde los secretos y los miedos esperan ser aceptados y trascendidos.



 
 
 

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Gast
27. Feb.

Super

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Gast
27. Feb.
Antwort an

Feliz


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