- Adriana Mascelloni
- 16 nov 2023
- 4 Min. de lectura
Había vuelto a su pueblo de origen en la Patagonia, solo para tener el placer de escuchar al bosque en sus caminatas matutinas.
Casi llegando a las diez de la mañana, Santos se acercó hasta el perchero cercano a la puerta y acarició cada uno de sus abrigos para elegir el más conveniente. Ese día, la radio le había comunicado que la temperatura a su hora de salida iba a rondar los diez grados. Lindo clima, pensó. Buscó un caramelo de dulce de leche en su bolsillo y disfrutó del primer contacto dulzón en la punta de la lengua. Decidió extender su caminata y se lo comunicó a Congo, su perro.
El viento estaba un poco más inquieto de lo normal, sintió el remolineo en su melena y se la acomodó debajo de la gorra. Los árboles silbaban y alguna que otra piña caía sigilosamente sobre la pinocha. Calzaba sus borceguís de suela gruesa para evitar resbalones y guantes de cuero para proteger sus manos del frio y sostener el arnés de Congo.
- ¡Buen día Santos! – saludó el almacenero de la esquina.
- Tenga buenos días Don Felipe – contestó.
- ¿Lindo día para caminar verdad Congo?
- ¡Guau!
Su cara se refrescó y se tensó a la vez. Una piel de gallina se apoderó de su cuerpo. Sospechó que no se había puesto el abrigo correcto, pero igualmente continuó.
- Buen domingo Don Santos – saludó la verdulera.
- Gracias Marta, igualmente para usted – respondió.
- ¡Cuida de tu amo Congo!
- ¡Guau!
El crujir de la hojarasca le avisó que estaba entrando al sendero del pinar. Era una compañía agradable, chasquidos de una vida que ya no estaba resonaban en sus oídos. Los pulpejos de cada patita de Congo se deleitaban con una agradable sensación blanda y rústica a la vez. Su hocico deambulaba en busca de nuevos olores sin perder la atención en su amo. Un aroma a retama lo invadió y Santos sonrió. Seguramente los lupines también están en flor, caviló. Los recordaba de todos colores, lila, blanco, rosa claro y oscuro. Pero el que más le gustaba era el rosa oscuro. Habían sido los preferidos de su mamá y era la manera que tenía de recordarla.
Sus pasos lentos, pero seguros, conocedores del terreno, lo empujaban a seguir en su forma de meditación propia de escucha. Su compañero ladró entusiasmado, cuando encontró la banca que los invitaba a sentarse. Santos se acomodó junto al can y acarició esas antiguas maderas desgastadas por las inclemencias del tiempo. Deben de haber sido testigo de innumerables conversaciones, entre el bosque y el viento, entre el pasado y el presente, imaginó.
Cerró los ojos y la inevitable calma del bosque lo invitó a sintonizarse con los sonidos propios del lugar. Una sinfonía de vida lo invadió. El viento bailaba una danza etérea a su alrededor, mientras que, un arroyo cercano, se percibía más torrentoso. Un puntilloso tamborileo potente y resonante se oía en un tronco muerto no muy lejano. Ese carpintero ansioso seguramente estaba llamando a su pareja, reflexionó. Los trinos y gorjeos de los pájaros gambeteaban entre árbol y árbol, cercanos a él en el suelo, en la banca y otros más atrevidos cerca de Congo. Zumbidos de abejas, atraídas por las flores amarillas, le recordaron los comentarios de sus familiares y amigos, cuando estando internado, peleaban por el néctar producido en sus empresas petroleras. Eso lo alteró y frunció su frente. Congo lo tocó con su hocico obligándole a acariciarlo, y despacio nuevamente, volvió a su estado de meditación auditiva.
La mañana avanzó y los lugareños también vinieron a disfrutar un rato de esa imponente extensión de terreno, densamente poblada de flora y fauna. En los días domingo, en las horas cercanas al mediodía, los sonidos humanos y los del bosque se mezclaban creando una orquesta mucho más desafinada de lo habitual.
- ¡Miren chicos! El arroyo esta justo por aquí. ¿Lo oyen?
- ¡Si mamá! ¡Vamos! Carrera para ver quien llega primero.
Congo se entusiasmó con la situación y Santos lo advirtió contento, cuando el golpeteo de la cola se juntaba con su pierna.
- ¿Este lugar es increíble verdad? ¡Escucha el sonido de los pájaros!
- ¡Si! ¡Es como si estuviéramos en un concierto natural!
Y eso es justamente lo que Santos buscaba. Un concierto natural para no sentirse tan solo.
- Este sonido y estos aromas me serenan tanto mi amor.
- Si, es como si el bosque nos abrazara.
Un contacto estrecho humano es lo que Santos extrañaba. Aunque su ser íntimamente huraño, se sentía aturdido ante esa sensación.
- ¡El sonido del bosque es mi inspiración! Puedo sentir la calma en cada susurro de las hojas y el fluir de la creatividad en los cantos de los pájaros.
- Debe ser increíble pintar acá.
A él nunca se le había dado por la parte artística. Solo soy experto en el arte de generar dinero, pensó.
Todos los días en ese rincón tranquilo, rodeado por la canción silenciosa de su propia respiración y el latido susurrante de la naturaleza, Santos encontraba un refugio para la mente y el espíritu. Algunas veces más vivaz y otros más relajado. Normal entretejido de naturaleza viva y muerta. Un recordatorio de que, a veces, la belleza se encuentra en la simplicidad, en la capacidad de apreciar el acto elemental de existir y ser consciente de cada aliento que se toma.
Una inspiración profunda lo desbordó con el aroma fresco de la tierra, de la fragancia de las flores y las plantas, matizados con olor a madera y musgo fresco. Exhaló y recreó en su mente, los pensamientos negativos deslizándose por el torrente del arroyo. Relajó y se sumergió en una sensación plena de paz y armonía.
Un suave guau, cerró su meditación. Era hora de volver y preparar el almuerzo. Desplegó su bastón blanco y el lazarillo lo guio en su retorno.
😎
muy precioso como explica lo simple y bello que se encuentra en la vida
Aunque es un ciego, es un canto a los sentidos
bellisimo
Lindo...