- Adriana Mascelloni
- 1 feb
- 3 Min. de lectura

Sofía cerró la puerta del viejo caserón con una sensación de alivio. La casa había pertenecido a su abuela, una mujer de ojos penetrantes y voz susurrante, cuyas palabras seguían resonando en su memoria: “Hay cosas que no pueden decirse a los demás, pero siempre deben ser dichas a uno mismo.”
La casa estaba llena de objetos antiguos, cada uno con una historia que parecía susurrarle al pasar. Sin embargo, lo que más la inquietaba era un espejo ovalado, cubierto por un paño de terciopelo rojo, que descansaba en una de las habitaciones del fondo. Había algo en ese espejo que la atraía y la aterrorizaba a partes iguales.
Una tarde lluviosa, impulsada por la curiosidad y el deseo de enfrentar sus miedos, Sofía decidió descubrir lo que el espejo ocultaba. Retiró el paño con cuidado, y lo que vio la dejó sin aliento. No era su reflejo habitual. Frente a ella estaban tres versiones de sí misma: una niña, una mujer joven y una anciana.
El primer rostro que habló fue el de la niña. Tenía los ojos grandes y brillantes, y una expresión de inocencia perdida.
—¿Por qué dejaste de jugar? —preguntó la niña—. ¿Por qué olvidaste soñar sin miedo?
Sofía sintió un nudo en la garganta. Recordó sus días de infancia, cuando creía en mundos imaginarios y aventuras sin fin. Pero con el tiempo, las responsabilidades y las expectativas la habían despojado de esa capacidad de soñar libremente.
La siguiente en hablar fue la mujer joven. Llevaba un vestido sencillo y miraba a Sofía con una mezcla de tristeza y compasión.
—¿Por qué callaste? —preguntó la mujer—. ¿Por qué dejaste que otros decidieran por ti?
Sofía recordó todas las veces que había guardado silencio, por miedo a decepcionar o a no ser comprendida. Pensó en las palabras que nunca dijo, los “te quiero” que quedaron atrapados en su garganta, las decisiones que otros tomaron por ella.
Por último, habló la anciana. Su rostro estaba surcado de arrugas, pero sus ojos eran serenos y sabios.
—¿Por qué temes el paso del tiempo? —preguntó la anciana—. Cada arruga es una historia, cada cabello gris es un recuerdo. El tiempo no te quita nada, te lo da todo.
Sofía sintió lágrimas resbalar por sus mejillas. Había temido envejecer, perder oportunidades, ser olvidada. Pero en ese momento, comprendió que el tiempo no era su enemigo. Era su compañero de viaje, su maestro silencioso.
El espejo reflejaba ahora a una Sofía diferente: una mujer que había recuperado a su niña interior, había abrazado a la mujer joven que aún vivía en ella y había aceptado el paso del tiempo con la sabiduría de la anciana.
Al cubrir el espejo nuevamente, Sofía sintió que algo en ella había cambiado. La casa ya no parecía tan pesada, tan llena de fantasmas. Ahora era un refugio, un espacio donde las voces del pasado, el presente y el futuro podían convivir en armonía.
Esa noche, escribió en su diario:
"Me he visto en todas mis formas, y en todas he encontrado amor. No soy solo quien fui ni quien seré. Soy todas ellas a la vez. Y al aceptarlas, al escucharlas, me he liberado."
Sofía dejó el caserón días después, con una nueva claridad en su mente y un peso menos en su corazón. El espejo quedó allí, esperando a quien necesitara escuchar sus propias voces.
Moraleja:La aceptación de todas nuestras versiones —pasado, presente y futuro— es fundamental para alcanzar la paz interior. La vida es un viaje de reconciliación con uno mismo, y solo al escuchar nuestras propias voces podemos encontrar la libertad.
hermoso
Gracias por tu inmensa generosidad y creatividad al regalarnos estos cuentos. Soy psicóloga, trabajo con personas mayores, y ya he utilizado algunos de tus hermosos cuentos, como disparadores para trabajar diversos temas. Todos los que he leido, descubren una profundidad en el conocimiento y sabiduría del tránsito por la vida, y abren nuevas posibilidades para seguir pensando. Te agradezco mucho